En aquel tiempo simplón y desprevenido, la gente, con reiteración la gente joven, solía expresar su despecho ancestral, bañándose despreocupada y desnuda en las generosas aguas que se adormecían tentadoras en el lecho transparente e incitador del “Charco Alegre” del río Otún.
Era este sitio como un pequeño y armonioso ecosistema, siempre con más prestigio en los colegios y cuarteles, que el “Charco Hondo” o el muy sensual “Charco de la Peña”.
Imperaba allí una extraña belleza. Un encanto envolvente. No sin la violencia natural de los altos guaduales, que cercaban con su cadencia majestuosa el prodigio de sus orillas.
Por los días de verano, las tibias y mimosas aguas se hacían cada vez más persuasivas. Nada de esto extraño, desde luego, dentro del haber cotidiano de toda aquella comarca adolescente y con invencible vocación hedonística.
Al caer de la tarde, allí se iban a paso largo calle 19 abajo, y allí llegaban afanosos como para una competencia deportiva, los pupilos de don Juan María, de don Manuel Salvador, de don Nepo, de don Valeriano, las dependientes de los almacenes céntricos, algunos militares recién uniformados y, cómo quienes cumplen una vieja y natural costumbre, sin ningún temor ni rubor, tranquilos, se despojaban de todo trapo embarazoso y se sumergían unas y se lanzaban otros, con ansia, en las perezosas y acariciantes aguas del río tutelar.
Cuando un muchacho, o una empleada de mostrador, o los policiales imberbes, sufrían frustraciones eróticas o enfrentamientos con los mandos del hogar o del trabajo, los cuitados en silencio les daba el arranque por irse como almas que lleva el diablo a “tranquilisarse” decían, en las aguas lustrosas y sedantes del “Charco Alegre” de aquellos incontaminados tiempos y ríos.
Y corría ya la maliciosa especie oral de un tal endriago maligno que, en las orillas más discretas de aquel charco, se le veía de tarde en tarde, apostado sobre una reluciente piedra de jade, malicioso el semblante, mostrándose el mismo unas como angelicales alas desplegadas. Otras veces, se oía intermitente y al anochecer, la algazara de un como dichoso diablo alegrón en trance de carnaval. Lo raro en cierta manera, fué que a tal “enemigo malo” nunca, en forma alguna, lo vieron los bañistas desnudos, número de éstos que, además, crecía cada semana que pasaba para asombro y parálisis de autoridades civiles, eclesiásticas y militares. A aquel “ángel caído” lo observaban con frecuencia, sólo los bañistas con ropa y los paseantes solitarios.
* * *
Un día domingo, el señor Obispo estaba en el poblado metropolitano practicando confirmaciones. Por la oracioncita, el
alto eclesiástico también se fué para “Charco Alegre”. Dirigióse a aquel lugar con unos cuantos religiosos más, entre ellos el párroco y, numerosa concurrencia de la feligresía, los dómines de la cofradía de San Luis Gonzaga y un grupo uniformado de adoratrices vesperales. El jerarca, desde luego, revestido y bajo palio. Así, todos descendían lentos y solemnes a las márgenes pacíficas del río y, cómo en procesión de desagravio, avanzaban rezando unos y unas y cantando otros y otras.
Su Eminencia, imperturbable, con una idea fija. Misión impostergable: exorcizar el lugar y desterrar de una vez por todas el espíritu luciferino que persistía induciendo a la población a la más desacostumbrada desnudez, según lo explicaba en muy dramática plática dominical y palabras escritas de ruego a la Diócesis, dirigidas días antes, por el reverendo padre Conde.
Y dicho y hecho. A los diez minutos de espectación y agua bendita, oraciones en latín y perentorias órdenes de su Eminencia, salió del lecho fluvial, del centro del Charco Alegre, una gigantesca bola de fuego que, rodando veloz subió derecho y pasó por el paraje de la Badea, dejando como rastro colérico una
gran avenida chamuscada y humeante, una recta aterradora, que se pudo observar por mucho tiempo a lo largo de varios kilómetros, para perderse en las crestas del alto del Chaquiro y, más adelante, detenerse y sosegarse en el Ingrumá de la Cordillera
Occidental. Desde entonces, por tales sorprendidos y antes timoratos contornos andinos, empezó a notarse en la gente el surgimiento envolvente de una muy epicúrea filosofía de la embriaguez existencial. Un bullicioso sentido de la dicha de vivir. Para ser exactos, con mayor énfasis en la villa de Hispania, hoy Riosucio.
A su turno, el “Charco Alegre”, se tornó en un lugar tristón y marchito, con una vegetación marginal desmayada y tiznada y, por todas partes, un discriminante olor medio nuclear y medio azufrado. Vea usted, esta circunstancia ambiental, sólo la percibían aquellos que allí se bañaron desnudos, nunca los otros, los que se echaban al agua con el cilicio de incómodos calzones de ante. Estos pocos seguían detectando en su forma y sitio tradicionales al charco aludido, y lo veían como un bañadero rutinario, común y corriente, inconcebible para ellos sin la presencia de jabón de tierra y piedra pómez y, al que nunca le pudieron descubrir algo sorprendente y chévere.
Quedó frustrada así una espectacular motivación turística. Una original colonia nudista flotante en tierra firme, cuya
publicidad sin ningún costo la iba a hacer el general escándalo que se armaría, y que el padre Conde como cura párroco, con prudencia y sigilo, dió remate rapidito y a poco de nacer. Como dicen allá, “les mató el pollo en la mano”.
Aquello, todo en sus inicios, sólo pudo ser así por la aquiescencia de las lustrosas aguas del Otún. Esto, antes de los plásticos no biodegradables y de la horrenda contaminación de fin de siglo veinte. Paisaje letal, después, que aún se contempla allí, via Marsella por ejemplo, con gallinazos enormes, meditabundos y malhumorados, posados sobre las piedras mugrientas en mitad del río, como tétricos símbolos de la muerte.
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