Hace ya como un siglo que en la margen derecha del río, trescientos metros arriba del Puente Mosquera, al pie del paso a nivel del ferrocarril, se levantaban cuatro lindas y misteriosas casas. Muy vecinas unas de otras, sosegadas de día y bien alegres de noche. Todo, sin aspavientos ultramurales, sino rítmico a lo largo y amplio de sus amables estancias y discretos salones. En común sólo tenían las caballerizas bien administradas y el agua pura que caía de las nubes.
Eran las casas de cita de más fina ambientación de toda la comarca. Su prestigio entre la gente adinerada, era suficiente para sostener él, para la época, refinado sibaritismo y el costoso boato nocturno. Las más bellas presencias femeninas se veían allí. Los más finos licores se paladeaban. La mejor música de acetato se escuchaba, y los más cotizados conjuntos bambuqueros y cachacos que, de tarde en tarde pasaban por sus lindes, en aquellos días cuando apenas se intuían a distancia remota los ecos de las canciones de Gardel, Toña la Negra y Libertad Lamarque.
Existían a la sazón otras “zonas de tolerancia” así calificadas en los documentos oficiales, como “La Cumbre” iluminada, bulliciosa y con terminal de tranvía. Sus amplias pistas de baile con frecuencia invadidas por estudiantes de improvisados pantalones largos, burócratas de todas las calañas y turistas con ciertos aires cosmopolitas, procedentes de todos los puntos cardinales de la gran Mariposa Verde. Una única oportunidad para cada quién, anónimo, sentirse importante, “útil” de alguna manera.
No, así, en las casas del paso a nivel, donde unos pocos tenían acceso. Y algunos pocos amigos de la cofradía de esos privilegiados. Esos: el más fuerte comprador de café del Parque, el propietario del almacén de tapicería persa, el veterano anticuario del Zapato de Oro, el poderoso farmaceuta del cruce de la Séptima con diez y siete y, unos cuantos hacendados de Dosquebradas, Nacederos, Los Planes y Combia.
Las más bellas y las más hiperactivas muchachas de las Cuatro Casas, organizaban espléndidas fiestas a finales de Agosto. Los contertulios se peleaban la compañía del joven poeta de los bambucos y la del galeno e ilustre humorista de Salamina. Sin ellos, los exigentes y finos gocetas se sentían como huérfanos. Eran noches de farra, de alegría de vivir, de feroz disfrute de la existencia terrenal.
Por los días medianeros de Agosto, el tren del Pacífico con rumbo al Ruiz, a las nueve de la noche, frenaba a fogonazo lento, frente a las Cuatro Casas, antes de pasar el puente e inquietar territorios “hueveros”. Y de un vagón ornado con estrellas de papel dorado, se bajaba con premura el más inverosímil y selecto grupo de mujeres de verdad hermosas y frescas. Llegaban a engrosar por una temporada corta las reservas humanas y alegres de las casas del paso a nivel. Y era entonces cuando los clérigos de la Valvanera, presionados por las intrigas y quejas de señoras importantes, redoblaban sus ataques a los avances de la “prostitución en la ciudad”. Con vehemencia llovían las maldiciones y las exageraciones, casi, o sin casi humorísticas al oído de la poco timorata feligresía. Se referían al “relajo de las costumbres cristianas” en esa parroquia que, cargaba además con el lastre de la “Cumbre”,la “Cumbrecita” y el “Chochal”. Esto según el sonriente criterio estadístico del muy joven padre Sánchez y del escépticismo marcado en la lentitud de las palabras sincopadas de Monseñor Corrales, tronantes eso sí desde las alturas del púlpito dominical.
En las conversaciones maliciosas y privadas se aseguraba con mucho secreto, que los placeres servidos en las Cuatro Casas, no eran comunes y corrientes, sino muy especiales. De allí por qué unos pocos mantenían con decisión férrea el monopolio y no aflojaban por nada del mundo. Hacían pensar que las muchachas jefes de planta, se sabían de memoria y las propagaban y practicaban, no pocas teorías próximas al marqués de Sade y a Boccaccio y, llevaban a la culminación plena las más audaces y peligrosas fórmulas de acrobacia aérea, tomadas de heróicos textos eróticos.
Pero, la memoria ojalá parara aquí. No. Cuentan y no como cuento, sino como historia, que en un amanecer de invierno pudibundo, un deslizamiento de tierra sepultó bajo muchos metros de pesadez las famosas y amables Cuatro Casas del paso a nivel.
Hacía apenas algunos minutos que en sus bien enjaezadas cabalgaduras, habían abandonado los lindes del regocijante cobijo y bajo pertinaz garúa, el fuerte comprador de café del Parque principal, el elegante árbitro de los tapices persas, el ya maduro zar del Zapato de Oro, los enérgicos y ricos hacendados de Dosquebradas, Nacederos y Llano Grande en la compañía de los dos poetas. No así, el grupo de músicos de Balalaika, cuyos sones nostálgicos en la casa de la Turca se escucharon hasta el último y fatal instante en el cual se silenciaron de repente. Cuando la apresurada cabalgata río abajo en sordo tropel, no se permitía mirar para atrás, hasta no llegar a lugar seguro, después del aterrador estrépito con lluvia saltona de pedruscos y temblor de tierra incorporado.
La versión de la curia y de las señoras, aseguraba que un inmenso barranco de tierra árida y amarilla, voló algo así como medio kilómetro desde un estribo cordillerano de la “huevería”, y luego de sobrevolar la parte alta del río, cayó con furia, como un rencoroso aerolito, sobre las indefensas Cuatro Casas del paso a nivel.
La gente vecina y sencilla, aún horada el suelo y saca aretes y pequeños objetos de oro, y aún señala con el índice pesaroso una hondonada sórdida sin vegetación alguna en un alto peñasco andino, desde donde, según la tradición oral, se desprendió el fanático barranco volador que produjo el desastre y, demostró hasta la saciedad la eficacia de las maldiciones, así estas se hagan por encargo y al tenor de pláticas dominicales.
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