Los narcotraficantes son pocos en el barrio, en el barrio Pinares de Occidente. Pero, los hay. Viven una existencia taciturna y discreta. Alguno de ellos, cuando los vecinos celebran asambleas comunitarias, regala cientos de bien surtidos mercados y hasta cheques para rifar entre los asistentes. El tan generoso vecino, no actúa en persona, sino que envía a sus hombres de confianza, el chofer o algún administrador. Como se siente inseguro, busca con esto crearse y mantener simpatías en la comunidad, para que en algún evento con las autoridades, tenga quien le cubra la espalda, o por lo menos guarde silencio.
Nadie de la comunidad entiende poco o mucho sobre los éxitos o fracasos de los narcos en el tenebroso negocio de la marihuana o de la cocaína. En cierta forma parece que se asustan por la captación inusitada de tanto dinero y por el creciente peligro y complejidades de semejante oficio. Unos, quizá los palurdos tratan de hacerse sentir y respetar asumiendo casi ingenuas actitudes de superioridad; otros, los más, se deshacen en atenciones y practican ciertas buenas maneras, desde luego, poco autenticas y con evidentes visos de amistad interesada.
Todo esto y muchas otras circunstancias propias del mundo de la droga, los obliga a buscar para vivir estos barrios, así tranquilos y distantes y, de esta manera sin muy agresivas y angustiosas expectativas, poder disfrutar un poco de la vida sencilla, de una casa amplia, de un buen automóvil propio y de unos dineros colocados en las agencias de las corporaciones financieras del sector.
Estos hombres vivieron una niñez y una juventud acosadas de privaciones y carencia de las cosas más elementales de la vida. Con frecuencia se quedan allí, dentro de un mediano y suficiente vivir, disfrutando de ciertas comodidades que en años viejos nunca experimentaron. Otros, son acicateados por una codicia sin límites, y pronto, casi siempre, pagan con la libertad o con la vida, sus actos proclives y desaforada ambición. Estos, mientras caen, a la sombra y sin despertar sospechas, se ocupan en perfeccionar los mecanismos de “trabajitos” de lucro aceptable y menos riesgosos. Ellos son así, pero todos en el barrio están conscientes de que son pocos, aunque aumentan cada año que pasa en medio de una comunidad de gentes en su mayoría sencillas y austeras, quizá a la fuerza, y obligadas a ello por su total ausencia de imaginación.
* * *
Uno de todos, es Nepente Cebollero. Siempre lo ve uno en su carro, un auto europeo pero no ostentoso, ni muy nuevo. Cuando se dirige a la casa, y por radioteléfono se anuncia y le tienen abierto el garaje, que se cierra de inmediato cuando Cebollero está adentro y antes de bajarse del coche. Para el vecindario sin ninguna malicia, no es explicable el hecho de que la señora Cebollero, cuando tiene que salir lo haga en transporte público, nunca se le ve con el marido en el automóvil particular. La casa es grande, pero desde la calle se ve muy poco para adentro. Está ubicada en una esquina y no luce a simple vista como una residencia lujosa. Es evidente que le hace falta una mano de buena pintura en la parte exterior. Adentro, según los vecinos más allegados la residencia es cómoda y bien dotada.
El matrimonio Cebollero tiene tres hijos varones, 18, 20 y 22 años, los cuales con otros amigos viajan con frecuencia al exterior, a Nueva York y a Madrid, donde tienen conexiones muy especiales y amigas. A veces a los amigos se les ve en letras de molde envueltos en enredos, pero, los nombres de los jóvenes Cebollero, nunca aparecen mencionados en los escándalos de prensa. En la casa de los Pinares se les encuentra poco. Ni siquiera en tiempo de vacaciones o fiestas decembrinas. Es más frecuente que la residencia se vea a oscuras por estos días, como que todos se marchan para muy lejos.
Nepente Cebollero, como su mujer son oriundos de un arrinconado pero muy acogedor municipio del Valle. Allá reside aún su progenitor, un maestro de escuela jubilado, don Belisario Cebollero, muy conocido y apreciado señor. El viejo vive en una modesta casa de bahareque y, posee un carrito del tiempo de upa. Un día fue Nepente a visitarlo y le ofreció dejarle el coche muy valioso en el cual el hijo, había hecho el viaje desde la Capital al Valle, para saludar a sus padres. El viejo replicó casi airado,
-Vea mijo, yo no quiero perder mis amigos, ni el respeto que me tienen. Cómo justifico yo que de la noche a la mañana aparezca con semejante automóvil, cuando todo el mundo en el pueblo me conoce hace años transportándome en mi pichirilo que, aunque desvencijado, rueda todavía.-
El hijo insistió.
-Papá, ya que puedo permítame que les ayude. Yo quiero que tanto usted como mi mamá, pasen los últimos años en mejores circunstancias. Quiero regalarles un apartamento en San Fernando, para que se vayan desde ahora a vivir allá.-
El viejo se le puso bravo. Lo evidenciaba en el rostro y en el tono de la voz.
-Vea mijo, si usted me quiere, no intente sacarme de mi pueblo y de la compañía de mis viejos amigos. No me interesa la gran ciudad, para irme a morir allá de física soledad; no me interesa ni mucho menos ese carro tan grande y lujoso y con tantas arandelas. Yo, así como vivo, vivo contento y no quiero dañarme los últimos días. Mejor dicho, hombre, no intente complicarme más la vida, carajo!-
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