Por San Germán, a doscientos metros del alto donde empieza a descender suavemente la recta de la autopista doméstica, a la derecha, donde se inicia un discretísimo barrio residencial, en una amplia casa, bien dispuesta y de condiciones arquitectónicas austeras, década de los cuarenta, allí vivía con sus tres hijas, Josefina Buitrago.
Una elegante mujer de 43 años con hijas de 17, 19 y 20 . Madre hermosa e inteligente; y las niñas bien educadas y poseedoras de una rara y singular belleza. Muy parecidas entre sí. A golpe de vista se las distinguía sólo por el color de los ojos, negros los de Esther la menor, María Antonia verdes clarísimos y, simplemente azules los de Graciela. Las dos mayores eran bachilleras del colegio de las Agustinas en la Provincia del Norte, región de clima muy suave, casi frío, y la menor había estudiado ya lo suficiente para su edad.
Pero, lo atractivo para todo el mundo, de las hijas de Josefina Buitrago, y que las señalaba siempre con el dedo de la simpatía, era su excepcional delicadeza en el trato con la gente, la equilibrada severidad y dulcedumbre de que hacían gala en forma espontánea y en todo trance y lugar.
Josefina era una mujer sola, madre soltera, propietaria allá en la capital cálida del coreográfico “Fru-Fru” y, no el de más concurrencia, sino el más escogida clientela. Una casa de construcción moderna de dos niveles, a la derecha un jardín de plantas vivaces sobre la carrera, y a la izquierda del edificio, sobre la misma vía un amplio patio pavimentado y algunas manchas verdes de césped bien cuidado. Allí, se aparcaban a veces algunos coches, que ya estacionados no era posible observarlos desde afuera.
El establecimiento no tenía al frente para su distinción, sino una pequeña placa metálica con el nombre en caracteres cursivos de “Fru-Fru”. Todo al contrario de los similares que exhibían en los espacios altos de la vía, grandes avisos luminosos de neón, bulliciosas orquestas en los salones principales, como para que la clientela no se extraviara y, desde lejos, viera y oyera “el santo y seña” y tomara las determinaciones del caso.
No así donde Josefina. La iluminación interior y decoración de los distintos amables recintos, estaban dispuestos con el gusto de aquella década del “Venado de Oro”, que hacía énfasis en los ambientes apropiados para la intimidad y el disfrute de la vida, con las muy selectas y alegres compañías, música adecuada, buenos platos y licores finos.
La bella Josefina era, además, una singular empresaria. Sin aspavientos, con discreta finura que, en ella se reflejaba como una condición muy espontánea y natural de su ser, dirigía todo con tal variedad y precisión de detalles que, lo así dispuesto, parecía florecer como normas de vida indeclinables. Como la proyección de un estado espiritual de muy genuinas calidades, y un tal sentido estético de la existencia que, sin afanes, ni bochornos, costumbre indefectible, ella imponía el ambiente único, jamás repetido del “Fru-Fru”. Era el imperio femenino de una personalidad, sin antecedentes en toda una comarca de clima realmente acariciante y, habitada y frecuentada por gentes en buena parte con inclinaciones de extraña finura y propensión hedonista.
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Pero, y ya en el escenario hogareño, nadie pudo decir nunca que en la casa de Josefina Buitrago, en su residencia, muy distinta al “Fru-Fru”, se hubiera sucedido o alguien hubiera visto un acto incorrecto o un suceso que escandalizara a la sociedad de su tiempo.
Sin embargo, la gran escandola social y motivo de chismografía por muchos años en la capital y en Rocaima de los Caballeros y en muchas leguas a la redonda, aconteció cuando Luis Holguín, hombre de sólo 19 años, contrajo matrimonio casi en secreto, con Esther, la hija menor de Josefina. Holguín era hijo del empresario más fuerte de Rocaima como transportador y, cuyas tres modernas busetas, la “Santa Rosa”, la “Santafé” y la “Santa Isabel”, cubrían la ruta entre la capital y Rocaima. Luis Holguín conducía la “Santa Rosa”. Era él, un muchacho con singulares dotes de laboriosidad, ingenio para no dejarse crear problemas, ni en el trabajo, ni con la familia. Tenía un buen sentido de relacionista y, por sobre todo, un gusto excepcional y un buen ojo de artista para distinguir una mujer en realidad hermosa. Esto lo llevó a los predios encantados de Esthercita Buitrago, la hija más consentida de Josefina.
Desde luego, que la parte quizás más urticante de los episodios en desarrollo de la vida familiar de Josefina Buitrago, episodios que alcanzaron altas temperaturas, sucedió aquella parte, cuando ese mismo año, las otras dos hijas de Josefina y con sólo dos semanas de diferencia se casaron, en medio de discreto ritual religioso, con dos muchachos un poco calaveras, pertenecientes a las más prestantes familias de la capital y con fuertes vinculaciones económicas en el sector rural más privilegiado y próspero de Rocaima de los Caballeros. María Antonia, la deseada ojiverde de sólo 19 años, tomó por esposo a Nepo Mazuera, rico heredero, un poco alocado, según sus propios hermanos, hombres y mujeres todos de formación universitaria, mientras Nepo, desde muy niño, había buscado sin necesidad de larga lucha, la vida muelle y despreocupada.
Por su parte, Graciela con el solo instrumento de sus ojos garzos, había embrujado al alegre y casi solterón Juancho Vallejo, quien a sabiendas de las dificultades que se le presentarían con la familia, sobre todo con sus hermanas también solteronas, al día siguiente de la apresurada boda, viajó con su mujer y su chequera a vivir fuera del país. Josefina, cuando ya ocurrió el matrimonio de sus hijas, vendió el “Fru-Fru” y se recluyó a vivir en su casa con una de ellas, con la menor, Esther, casada con Holguín. Y, muy dispuesta y segura, decía ella, de ser abuela y de cumplir ese rol “con ternura y abnegada paciencia”.
Todos los días por aquellas calendas, la gente que pasaba a las horas de almuerzo o de comida, miraba estacionada al frente de la casi conventual casa de Josefina, la buseta más linda y nueva de don Dionisio Holguín, la piloteada por el juicioso y muy feliz, Luis Holguín Marulanda.
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Cuando María Antonia Buitrago a las siete de la mañana, en un día soleado en el grato paraje de la Popa, escuchó gran algazara y tropeles en la carretera y sirenas de ambulancias que bajaban al río Piedrasgrises y subían veloces con alarmas en acción, tuvo un impulso irrefrenable de asomarse al alto para mirar hacia el puente. Todavía dormían su marido Nepo Mazuera, “Mazuerita” en el círculo de amigos de su gozosa juventud, y Cástor, el hijo mongólico de sólo dos años.
Todas las personas apostadas en el alto al lado derecho de la carretera en subida y, encima del pasonivel del ferrocarril, contemplaron desde allí con dolorosa expectativa, la muy familiar buseta roja de Gumersindo Alfonso, casi nueva e indefensa en mitad del espumoso río, con el pito pegado y azotada con fuerza insistente por las aún turbulentas aguas del río tutelar.
Los bomberos afanosos maniobraban con cables y grúas, y con rapidez y habilidad, sacaban de la buseta anegada, heridos y pasajeros traumatizados que, las ambulancias conducían a los hospitales y clínicas. Muchos hombres y mujeres madrugadores trabajadores de las fábricas de paño y de galletas de Rocaima de los Caballeros, iban allí.
Gumer, había aprovisionado de combustible el tanque de su buseta, como de costumbre en la estación de gasolina a doscientos pasos del puente. Prendió el motor y se dirigió con destino a Rocaima, pero, pasó derecho a gran velocidad por un lado del puente y fue a parar con singular estrépito a la mitad del río.
María Antonia y los vecinos llevaban casi una hora en el alto contemplando la gran actividad e inquietud de catástrofe que se notaba entre la multitud agolpada en el puente y en las dos orillas del río.
María Antonia a paso largo regresó a la casa. Entró por un corredor lateral y se dirigió al dormitorio para contarle a su marido lo que había visto y oído. Nepo no estaba. Entonces María Antonia se fue a la cocina con el fin de buscarlo, calentar el tetero del niño y preparar el desayuno. La sorpresa de la aturdida mujer llegó al máximo aquella mañana de su vida, cuando al desembocar al corredor de atrás para pasar a la cocina, vió a Nepo con una soga al cuello, balanceándose su cuerpo colgado de un viejo zapote a diez pasos de la casa. La confundida esposa y madre no sabía que hacer. Si subirse al taburete de baqueta desde donde su marido con el lazo al cuello se había lanzado al vacío, o tratar de cortar la soga fuertemente adherida con nudo ciego al tronco del añoso arbol. A sus gritos de auxilio acudieron los vecinos más próximos. Estos mismos dieron parte de inmediato a las autoridades que demoraron su presencia allí por la tragedia ocurrida aquella mañana en el río Piedras Grises.
María Antonia, desde varios días atrás guardaba serias preocupaciones respecto a la salud mental y conducta de su marido. Era cierto que cada día parecía crecer su ternura y delicadeza respecto a ella. Y a pesar de que ya estaban lejos los problemas económicos, pues iba por más de un año que Nepo tenía recibida con escritura y todo una considerable herencia, parte de la cual era la casa-quinta en el alto de la Popa, donde vivía con su esposa y el hijo.
Linda propiedad, donde tres años atrás había muerto la abuela Celia Angel.
María Antonia de sus preocupaciones había hecho confidente a su madre Josefina. Por el consejo materno, ella extremó los cuidados y deferencias que, dentro de su manera de ser, eran siempre espontáneos, respecto a su marido. Su preocupación subió de punto, cuando Nepo alguna vez le confió con cierto aire de suprema confidencia, el siguiente secreto: Nepo creía que ella,
María Antonia y él eran hermanos. Sus sospechas se basaban en el hecho de que cada uno poseía un lunar de exactas características, color y tamaño, en el mismo lugar, parte alta del antebrazo, casi en el hombro derecho. Y en la coincidencia, para Nepo aterradora, de poseer el color verde intenso de los ojos exactamente igual. Y cada día, la mirada de ambos, parecía que tomaba unas tonalidades y languideces que se mantenían idénticas. Desde luego, que María Antonia, nunca tuvo argumentos para oponer a las sorprendentes afirmaciones y convicción alocada de su marido. Sin embargo, lo que más preocupaba a “Mazuerita”, no era el hecho mismo, sino el temor de que sus dolorosas conjeturas, dejaran de ser de pronto un secreto entre él y su mujer, y por cualquier desgraciada infidencia, pasaran a conocimiento público y de la familia.
Respecto a esto último, la obsesión de Nepo Mazuera, era algo tenaz y doloroso para su cercana y única confidente. Esto convertía casi en un drama hogareño de lágrimas, cualquier salida de María Antonia, fuera de casa, sin la compañía de su marido, como ocurrió en efecto en aquel trágico día.
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