Cuando murió don Recio, el muy querido fundador y filántropo del pueblo, dos artistas que esperaban su muerte y que desde la capital habían sido traídos, procedieron en consecuencia, con solemne pericia profesional, a tomar cada cual a su manera una mascarilla al rostro severo y patricio.
Un muchacho del pueblo, aficionado artista anónimo, por su propia iniciativa imprimió una tercera mascarilla, ésta desde luego, sin la venia graciosa de las autoridades de la localidad.
Después del solemne entierro, donde toda la concurrencia lloró y rezó por el alma del fundador, los artistas contratados se recogieron en sus improvisados estudios a dar los últimos toques y dejar fraguar lo indispensable las muy esperadas mascarillas de yeso.
A poco se reunió en sesión extraordinaria el honorable Concejo Municipal para resolver en su sabiduría, cual mascarilla estaba en realidad mejor confeccionada para el logro final del busto, que perpetuaría en un lugar público, la memoria veneranda del varón de alta prez.
Pero, sobrevino algo en realidad imprevisto. Los artistas fueron ubicados en opuestas filiaciones políticas. Esto ahondó en el Concejo, viejas disparidades de criterio y, precipitó en consecuencia la formación de dos bandos irreconciliables. De una parte, una coalición política comandada en ese entonces, por el colérico concejal Marcelata y, orientada a imponer a cualquier precio la mascarilla del partido demócrata. Por el otro lado, el grupo de la tradición independiente, sumó fuerzas y se dispuso a defender con acción intrépida, las perfecciones estéticas de la máscara mortuoria lograda por el artífice republicano.
En un momento, el debate subió de temperatura con vertiginosa rapidez, cuando el concejal Marcelata con vehemencia atacó la mascarilla republicana arguyendo que la parte izquierda del flechudo bigote del fundador Recio, no había quedado lo suficientemente agresivo y heróica en las impresiones de la amalgama infiel.
En un momento de iracundia, cuando el concejal aludido izaba lo más alto que podía la mascarilla confeccionada por el artista de su militancia y cuando hacía ver la precisión de los rasgos y huellas que el yeso recogía en sus repliegues, gracias a la pericia magistral; cuando el concejal Marcelata con el índice de la mano derecha mostraba la fidelidad lograda en las venerables barbas del ilustre muerto, ocurrió que la mascarilla escapó al control de sus manos nerviosas para ir a estrellarse contra el suelo, resolviéndose en innumerables partículas.
Un grito de horror colectivo se oyó de inmediato en la asfixiante sala edilicia; luego, un largo y embarazoso silencio……..
Reanimada por el desgraciado insuceso la ya casi derrotada representación republicana, el más empujoso de sus adalides dióse a hacer elocuente apología de la única y oficial mascarilla que quedaba en el recinto y, cuya aprobación parecía fácil, por la simple sustracción de materia ocurrida en el transcurso de las acaloradas discusiones.
En un momento dramático del agitado debate, el cabildante Marcelata, colérico y acicateado por un turbio complejo de culpa, reinició animoso y feroz su interrumpida intervención oratoria contra la mascarilla oficial que quedaba y, en un desdichado instante de intransigente elocuencia partidista, calificó con los peores agravios e insultantes voquibles al optimista vocero de la contraparte.
Entonces, el líder republicano independiente, iracundo y herido en su amor propio, en el colmo de la ofuscación, paralizado en su capacidad de razonamiento, con violencia espasmódica lanzó sobre la ancha humanidad del concejal Marcelata, la mascarilla elaborada por el artista copartidario, haciéndola añicos y polvo contra el frontis de la curul del sorprendido jefe demócrata.
De inmediato se desencadenó una gresca de proporciones en la benemérita sala edilicia. Menudearon los puñetazos y los insultos, y sólo pudo evitar una segunda e irreparable desgracia histórica, el presidente del Concejo, un estratega intuitivo que levantó la sesión cuando la fuerza pública irrumpía en tropel al ayuntamiento.
La mascarilla casi anónima confeccionada por el tímido artista del pueblo, salvó la memoria del fundador Recio y, por unanimidad se impuso en el arisco criterio de los cabildantes, sin necesidad de someterla a los acalorados e interminables debates partidistas.
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