Desde más de tres días que el caserón estaba solo. La familia se había marchado lejos. Allá al campo veraniego, en busca de sosiego y descanso. Los vecinos, sin embargo, al anochecer seguían mirando el ir y venir por los chirriantes corredores la sombra estirada de la silueta de Andrés, el estudiante, prendiendo luces allá y abriendo ventanas allí.
El muchacho activo y talentoso, paseándose y hablando con muchos a lo largo de los amplios pasadizos, como lo hacía siempre. El cuerpo y la sombra del joven, parecían proyectarse sobre las blancas paredes y el patio húmedos, tatuados por las enredaderas que se extienden de pilar en pilar por los entornos de esa vieja casona de madera crugiente en el lacerado barrio de viejos colonizadores.
Andrés habla en forma obsesiva y tono reiterativo. Su voz es clara y arrogante como ha sido su estilo desde cuando todos lo conocen. Dilucida sobre sus proyectos universitarios, como estudiante ahora de último año de bachillerato. Se matricularía en la Facultad de Ingeniería, pero no quiere ser un alumno cualquiera, sino alguien sobresaliente para poder concursar, dentro de los objetivos académicos, para una beca en el exterior.
Esto lo sabía todo el mundo, pues Andrés en el vecindario se distingue, no sólo por la simpatía, sino por lo sin secretos y siempre comunicativo.
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Andrés había enfermado de osteomielitis. El primer síntoma de la enfermedad fue un simple dolor en la rodilla derecha, que el joven identificó como secuela del intenso ejercicio deportivo de la tarde anterior. Las medicinas caseras se hicieron presentes pero la molestia persistía. Repetidas veces su padre lo llevó al médico general. Las medicinas formuladas en nada aminoraban el creciente malestar que, sin otra alternativa, obligó a Andrés a guardar cama, pese a su conocida condición de hiperactivo. Al cabo de un mes y después de varios exámenes de especialistas, un cirujano de la Clínica Central, procedió a amputarle la pierna derecha a la altura de la mitad del fémur.
Después de todo, Andrés, reducido a silla de ruedas, redoblaba con más énfasis los esquemas de sus proyectos futuros. Como ya no podría practicar el fútbol, su deporte favorito, ese tiempo lo dedicaría en su totalidad al estudio y a la investigación. Así pensaba. Manejaría con destreza la prótesis pedida al exterior y “seguro”, decía él, podría practicar otros deportes.
Como en el colegio organizaría grupos de estudio y haría participar a muchos de sus condiscípulos en planes y programas relacionados con la ingeniería, con las ciencias exactas, en fin, con esta profesión tan dinámica en el mundo moderno. Como en las aulas colegiales, también sería en todo instante el centro motor de tantas actividades estudiantiles, por su agilidad mental, por su amor al deporte, por su cooperación con sus compañeros y decisión de ser siempre el primero de la clase y el primero en asumir reiteradas actitudes de contagioso optimismo.
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Días después que a Andrés le amputaran la otra pierna, la izquierda, se le veía sinembargo sentado y rodando en su silla de ruedas, explicando a su pertinaz audiencia, todo lo que había leído en relación con el manejo de las prótesis en los miembros inferiores. Su importancia y sus ventajas. Y todo lo que un hombre así, un profesional de la ingeniería en estas condiciones, puede hacer para un mayor rendimiento. Como a él le tocaría poco visitar obras, aunque nunca dejaría de hacerlo, pondría mucho énfasis en el estudio de factibilidades y correcta aplicación de tecnologías copiadas algunas del Japón.
Los vecinos, siguen oyendo a Andrés hablar con mucha propiedad sobre asuntos que a su edad nadie acusa con tan singular dominio. Insistía cómo la ingeniería puede transformar un país, colocarlo en las pistas del desarrollo. Y exponía estupendas ideas y numerosos proyectos.
Durante aquellas largas noches de su enfermedad, Andrés, solicitaba con insistencia a su padre que no dejara de hablarle. Que no dejara de interrogarlo cuando ya él no pudiera hablar o estuviera como rendido de sueño. Todo, porque quería que nunca lo venciera la pertinaz somnolencia que lo asediaba, que para él significaba algo muy parecido a la muerte. Sin embargo, una noche pidió a todos que se fueran a dormir, que él se quedaría solo. Así sucedió, y el muy joven y mutilado estudiante, al otro día amaneció tranquilamente muerto.
Esto, ha ocurrido quince días atrás y es diciembre.
La familia ahora permanece en el campo. Triste, pero buscando el descanso de tan largas e intensas noches de desvelo. Los vecinos, empero, en las horas límites entre la tarde y la noche, siguen observando dibujarse y moverse la inquietante sombra de Andrés.
Siguen escuchando su voz por las estancias de aquella casona sombría. Todo un drama en acción a lo largo de los corredores enlutados, al otro lado de los muros, donde gime pertinaz el viento decembrino.
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