Un pobre tipo que se sentía música. Un pedazo de partitura sobre un atril. Encarnación activa de un pentagrama viviente. Música sin intermedios, desconectada del paisaje elemental de su Llanogrande nativo que, lo arropaba como quien arropa a un niño con el verdor de su sabana.
Exacto, una sinfonía en interminable ejecución. Todo un drama personal que nunca ha revelado a nadie, ni encontró nunca instrumentos adecuados para hacerlo. En el sueño y en la vigilia, al declamar en alto y bajo sus querellas, al vagabundear. Siempre, la ronda de ese persistente espíritu melódico, lo envuelve y hace un esclavo de este joven paseante de tez pálida, nariz rectilínea y expresión de triste resignación, que ha vivido expuesto a los más crueles y prolongados silencios. Esa música que nace y crece en torno suyo, lo estamos viendo aún, horada muy hondo en su interioridad. Sólo él la escucha y la siente aflorar como una nube de arpegios. Y caer, luego, en miriadas de gotitas, como lluvia desolada abajo, sobre el cuerpo del río, sobre la techumbre de su casa, sobre su joven humanidad desorbitada.
Tadrio, trata de dilucidar en torno a su doloroso trasunto. Pese a tantas cavilaciones, en realidad, no aclara nada. Tampoco ha entendido, ni entiende el misterio de los sentimientos de sus conocidos y vecinos. Y es muy cierto que él, para íntima desdicha suya, es un secreto sellado para las entendederas de los demás.
De sus amigos y de sus allegados. De sus hermanas y hasta de sus padres. Una exótica novela inconfesable y, más que inconfesable, inexpresable.
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Tadrio Castro Borbón, no descubre fronteras entre el amor y la admiración; ni distingue entre el amor y la piedad; ni entre estos y la ternura. A esta hora fronteriza entre la mañana y el medio día de la vida, lo asedia el ansia de identidad espiritual y sentimental con alguien. Arden en él, el lujurioso afán de conocimiento y el tropel de los deseos sin objetivo. Quizás sea la crisis de la adolescencia del genio o, su ninguna reveladora experiencia vital. Sus patrones culturales se erigen pertinaces en freno y muro, en esquina de cogitaciones. De allí porqué todo en su alma son expectativas conturbadoras, horror cobarde frente a lo desconocido. Temor a lo más elemental, ignorado.
Una continua preocupación: lo que la gente pueda pensar de él, lo que pretendan imaginar respecto a sus costumbres y prácticas, sobre su tragedia de sentirse sucesión de estancias musicales. Y, mucha angustia, cruel y persistente, lo que Tadrio suele imaginarse de los demás, sin un indicio siquiera, sin una prueba cierta. Y lo que siente sin contarlo a nadie, ni escribirlo, respecto a sus compañeros y compañeras de colegio, de sus ocasionales amigos en algunas diversiones simples. Y sobre su profesora de Algebra, tan cercana pero tan distante. Y de su profesor de Educación Física, impositivo y en toda circunstancia tan agresivo y seguro de si mismo. Y del padre rector, el alemán Aschenbach, que más parecía un seminarista aplazado, cuando lo descubrió observándolo inquisitivo, como si le debiera algo, como si no hubiera visto nunca su nombre en las planillas de matrículas.
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Tadrio en su silencio arcano no intenta esclarecer, ni resolver nada. No se sabe unidad de medida y equilibrio de la realidad circundante. No es él una felonía del destino. Es la dicha y el triunfo de vivir, la apoteosis de la vida para sí mismo y para el entorno. Esclarecido micro de un cosmos de realidades alcanzables. Puede ser la encarnación del bien tan buscado, la armonía tan ambicionada por estetas y artistas. Pero, Tadrio Castro-Borbón, nada de esto suyo lo ve así. No comprende su rol, ni lo hace valer ante el mundo.
El es el contrapunto entre lo posible y lo ilusorio. Protagonista de todo y de nada. Así lo aceptan los paseantes sin imaginación.
Para Tadrio, los suyos y la gente son su contraparte. No el coro aclamatorio que en secreto desea. Lo onírico tiene en él, una secreta conexión con la realidad. En la recámara íntima, sus deseos y apremios, parecen cristalizarse con aguzada inteligencia. Se abandona a su extraña suerte. Sus contratiempos cotidianos, los entiende como algo de común ocurrencia, que siempre deben ser así. La música obsesa lo acompaña y acosa. Es su adjetivación intransitiva. La vida discurre en apariencia amable para Tadrio, pero sin una comprensión de profundidad, sin entenderse a sí mismo, ni entender a nadie.
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Pero…….
Ahora, ha llegado el amor. El amor primigenio, revelador y limpiamente alegre. Llega sin anunciarse. Pasa adelante, a sus interioridades, decidido y espontáneo. En este instante, Tadrio Castro-Borbón, todo lo ve claro, se siente valiente, hermoso e importante. Es el momento de la gran revelación. La crisálida ha quedado atrás. Es y se siente ya todo un hombre, un ser trascendente en los prontuarios de la creación. La música de pleamar desaparece por las esclusas. Los cromatismos y cadencias aéreas se desvanecen. Ya no insurgen dudas de nada. Los temores se transmutan en claridad y seguridad. El semblante de la gente tiene, ahora, líneas precisas e iluminados contornos. Las palabras le entregan un definitivo mensaje vital. La existencia le enseña, así, para siempre en la realidad pura, un rostro de muchacha que ríe. En esta jornada, alguien del cosmos, Tadrio Castro-Borbón, se ha integrado con plenitud al gran poema de la vida.
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