Pasión Creadora

CAPITULO UNO. Infancia entre bosques y sementeras.

CAPITULO UNO

 

Infancia entre bosques y sementeras.- La recordación como disciplina grata y generoso aprendizaje.- El cruel final de aquellos caminos, arboledas y quebradas.- Más gente y menos sembradíos.- Transmutación melancólica del paisaje familiar.- Tractomulas versus ferrocarril.- Fecundos vergeles de ayer.- El asinamiento de los pobres.- Poderío de la era industrial.- Rancherías, calles y carreras sobre la más rica capa vegetal laborable del país.- Amorosa conjugación de fontanas y guaduales.- Las muchachas en mis retratos impresionistas.

 

 

 

1 –

Nací hace ya muchos años, por lo menos cincuenta, en una casa de campo, Lamapola, perdida entre guaduales y sementeras. Allí viví, gocé y sufrí los tres primeros lustros de mi existencia, dentro de un ritmo cálido y presuroso. Un divertido  ciclo existencial ingenuo,  pero consecuente a lo largo y ancho de un disfrute de los elementales placeres de la vida, del medio y de la pródiga naturaleza que me rodeaba.

Hoy, al cabo de varios decenios de ausencia, he vuelto a buscar los caminos, los arroyos, los árboles cuyos perfiles y aspecto distinguía de memoria. Que los podía reconocer tan sólo escuchando su rumor o percibiendo su fragancia. Pero, en realidad, me he encontrado con un mundo extraño y hostil, que no me ha reconocido. Que nunca fue el mío de la infancia y de la adolescencia.

 

Ya no están, no aparecen por ninguna parte, los imponentes y pausados guaduales. Los millares de guaduas al pie de los arroyos, a lo largo de sus cauces. Las guaduas gigantes de esbeltos tallos y onduloso follaje de melodioso clamoreo; guaduales inclinados sobre las fuentes como gigantes que protegen a seres débiles e indefensos.

 

Han desaparecido con su mansedumbre iluminada las claras fontanas rumorosas, vivos símbolos del frescor dichoso y de la alegría de vivir y de pasar las horas. Grata compañía de viejos y jóvenes, cuando se vela su discurrir para acariciar su líquida corporeidad en fuga.

 

Y han sido borrados con procederes desapacibles y agresivos, los caminos anchos y con majestuosas plvaredas en verano. Han desparecido del paisaje y panorama con sus dóciles curvas, sus bajadas y subidas; su frescor al paso por las vegas; sus altos para el descanso, con fondas alegres y concurridas. Aquellos anchos senderos que se bifurcaban por todas partes, que subían y bajaban por las encumbradas lomas, por los montículos del Chaquiro, La Badea y Boquerón, que servían de marco a los territorios llanos de los Planes y del Nuevo Sol, de la Popa y de Llanogrande. En fin, caminos tan familiares y tan conocidos sus descansaderos sombreados. Senderos y senderillos tan hermanos buenos, sin fallar en los días y en las noches de los largos veranos o de los crudos inviernos.

 

Casi distantes del recuerdo, como una vaga reminiscencia, han quedado las polvaredas de esos soleados y ventilados caminos que, como los guaduales, vistos desde lejos, dejaban en la memoria algo semejante a la imagen de aquello muy amado y grato que se va, que se sueña, que parece desmayarse y quedarse de manera definitiva en la hondura de los sentimientos, de la conmovida ternura.

 

2 –

Así, después de cumplir la inútil tarea de indagar por la suerte de los bosques y riachuelos de mis días de adolescente, como si me hubiera equivocado de domicilio, he resuelto dentro de mi propia inclinación espontánea y sin rencores, recogerme en la estancia de mis soledades y silencios, simplemente, para recordar.

 

El ejercicio de la recordación es una disciplina grata, lo mismo para la juventud que para la gente de la gran edad. Una ocupación tan generosa como la tarea de aprender. Como estudiar e investigar en torno de aquellos seres y sitios, que siempre amamos y que, ya situados en el pasado, por ningún motivo debemos olvidar ni podemos permitir que se alejen.

 

Cuando se han esfumado como fantasmas los lugares y circunstancias, que a lo largo de algunos lustros de la existencia juvenil, estuvieron cosidos con tierna firmeza a nuestro corazón, es necesario para alcanzar la meta de sobrevivir sin penas, reconstruir con generosa paciencia su ingenua y gozosa imagen espiritual. Es esta una provechosa terapia, que nos permite mirar con optimismo y con un poco de alegría los días que se fueron, los días presentes y los que aún quedan por venir.

 

3 –

A esta edad de los cincuenta años, en realidad, muy poco o nada puede parecerse a esas circunstancias y sentimientos de los inquietos y aprehensivos años de la adolescencia y de la primera juventud.

 

Esto mismo pienso al descubrir la inconcebible transformación del escenario de la infancia y de los años mozos. Todo allí ocurrido como un buen o mal suceso, por razones de incontenibles designios. La incongruencia demográfica o por esa expansión inarmónica de las comunidades humanas.  O, todo ello coaligado, que ha podido borrar hasta los últimos vestigios del mundo existencial de los primeros años de mi vida y de muchas vidas para mi memoriosas.

 

El mundo se transforma para bien o para mal. El desarrollo desapacible o benéfico de los pueblos, implica el cambio físico, irremediable, de la imagen del paisaje y del entorno. Y, ello puede explicar cómo un camino tranquilo y familiar de ayer, pueda aparecer hoy, cinco décadas después, convertido en una carretera con visos de autopista, donde ya las monstruosas tractomulas, con su ruido y velocidades, se han adueñado y son amos absolutos de la extensión de la vías carreteables; y los seres humanos y las torpes bestezuelas, deben desviarse por temor y avanzar por deshechos paralelos y por rastrojos acogedores.

 

Si, son aquellas tractomulas poderosas, comprometidas ya en un desaforado desafío con el apacible ritmo de los trenes cargados de campesinos y de cientos de apretados bultos rebosantes de productos agrícolas. Imponentes carreteras en competencia con las mudas carrileras del tren parsimonioso.

 

Trenes lentos cargados de productos agrícolas, procedentes de los campos bien cultivados. Ingentes toneladas de mercaderías de origen agropecuario con destino al consumo de los pueblos intermedios y de las grandes ciudades, para entregar en las amplias bodegas de los terminales férreos.

 

 

4 –

Era la comarca tan nuestra, para entonces. Sus muy cuidados jardines, praderas y fecundo vergel con extensiones considerables de verduras y árboles frutales. Esto muy distinto a lo que encontramos, ahora, un agresivo asiento de apretadas agrupaciones humanas, carentes de un mínimo sentido superior de interés humano; pobres cada vez más. Inmensas comunas coléricas y angustiadas, traídas y puestas allí, casi a la fuerza, por sutiles estrategias y fenómenos económicos y sociales dentro de la apertura de la poderosa e insensible era industrial.

 

Sólo ello puede explicar la desaparición de la fresca y limpia vertiente de aguas juguetonas. Vertiente que hogaño bañaba que, hogaño, bañaba bosques y potreros. Que a través del conjuro de los arietes, suministraba el agua a nuestras casas campesinas. O, que simplemente la furia del progreso la ha podido aprisionar y expoliar en la sordidez de oscuros canales e inmensas tuberías subterráneos.

 

Que las techumbres de verdes follajes, gratas por su mansedumbre, hayan sido reemplazadas con agresiva premura por la multiplicación de techos  de cemento, de zinc o de plásticos acosados de apremios y de angustiosos grises, para ocultar la pobreza de la gente, sus afanes y sus temores.

 

Nada encontramos allí que, siquiera por equivocación, nos recuerde los guaduales o las regaladas sementeras de los múltiples y robustos tallos, con desenfadados penachos, las matas de plátano hartón, la músa paradisíaca de todos. De la dulcedumbre de la banana, del guineo o del plátano manzano, todos por aquel tiempo con abundancia de racimos como para dar de comer a un ejército.

 

Se ha consumado el final de los amplios espacios verdes, con rumor y olor a maizales. Los yucales, los árboles generosos como los naranjos, mandarinos, aguacates, mangos, zapotes. Fue clausurado, hace años ya, el potrero para la vaca lechera y para el caballo manso destinado a los viajes al pueblo.

 

Oculto bajo sus escombros, el discreto lote para la huerta casera. Imposible ya la diligente y abundosa tarea de cosechar verduras. Aquellos repollos blancos y las lechugas crespas, gruesas zanahorias, remolachas y cebollas de huevo, y el prodigio de la cebolla de hojas cilíndricas y amorosas. En fin, está relegado y renegado, ahora, el sitio sagrado para las plantas medicinales y útiles a todo un vecindario; par un vecindario que se entendía por señas universales de claridad y simpatía. Plantas que cultivábamos con vocación de solidaridad vecinal, y que yo mismo, por delegación de mi madre o por mi propia iniciativa, aporcaba por las mañanas, cuidaba y repartía a quienes las necesitaban.

 

5 –

Que todo esto ya no exista; que hayan sido arrasados en forma tan drástica los fértiles cultivos que fructificaban con premura y abundancia y al alcance de todos, sobre la fértil capa laborable con espesor superior al metro y medio, de sólo tierra negra, apta para toda clase de cultivos. Que esto ya no exista, no tiene una explicación civilizada.

 

De esta suerte, encontramos hoy, que sobre esos espacios casi únicos para la agricultura doméstica o intensiva, se apretujan con desespero, centenares y centenares de casitas, donde las crueles circunstancias sociales y la fría estrategia industrial, hacinan a los pobres para esconderlos de su propia miseria y tenerlos a disposición, incapasitándolos, además, para cultivar ellos mismos la tierra; y de éste trabajo de cultivo y laboreo, derivar libremente, con suma dignidad su propio sustento y el de la familia.

 

Así, debajo de mil casas y de miles de metros cuadrados de calles y carreras hoscas y mal pavimentadas, encontramos sepultado un espesor de metros de solo tierra fértil. Este, un desfase, una forma de incultura que no tiene lógica en un país con vocación agrícola. Inexplicable, que la gente deba padecer hambre, urgencias de alimentación, viviendo y muriendo encima de la fábrica natural de la comida, de un suelo rico y feraz. Un hecho humillante, que no encuentra una mínima y razonable explicación.

6 –

El río, mi río de la infancia, era una elemental y sosegada quebradita de aguas limpias y rumorosas, Frailes. Nacía arriba por los cerros de Molinos. Recorría despaciosa y como pensativa una extensa llanura poblada de guaduales. Guaduales, que hacían guardia de honor a sus aguas. Después, cruzaba, la carretera por debajo de un modesto puente de ferroconcreto. Y, día y noche, dejaba sentir y oír su runrún, a un poco más de cien metros de mi dormitorio.

 

Este riachuelo fue testigo de no pocos episodios míos, memoriosos y vitales en los imponderables lustros de mi existencia de niño y de joven campesino. Al final, éste  mi Frailes risueño y viajador fluvial, iba a tributar sus aguas, unos cuantos kilómetros más allá, por Occidente en las desparramadas playas arenosas del Dosquebradas, por los potreros del viejo y amable Nepo Vallejo, lejos del Alto del Nudo, abajito de la apacible cima montana del Chaquiro.

 

Allí, concluía su morigerada carrera el siempre alegre y cristalino caudal. Un tanto crecido ya, después de haber bañado territorios bien cultivados, como los aguacatales de Celia Angel; los predios esmerados de Adelita de Fajardo, pintora de jubiloso pincel figurativo; los prados y guaduales del Club Campestre de Pereira; los de Justico Marín, los bosques y potreros de Lamapola, los de Pedro Valencia y Susanita; de Alejandro Montes y de Desiderio Zuloaga, en fin, de Jesús Galvis y Pastora, de Manuelito Galvis y su muy agitada y bella, Teresita Carmona.

 

7 –

De singular manera discurría el agua, con cierta premura jubilosa, por el cauce impresionista de la quebrada de Frailes. Su rumorar y su cantar, eran para mi la recordación insistente de Fabiolita Ramírez. Era ella, una linda y medio enigmática vecina y condiscípula escolar, que soñaba y cantaba, la muchacha del abrigo rojo y la fácil sonrisa, allá en su casa de la carretera central por las lindes de los predios de Villa Adela.

 

El riachuelo transparente se dibujaba a veces como un doble del cuerpo casi leve de Fabiola. De Fabiola tendida en el sofá. Sus manos atrás enlazadas sobre la nuca y, esa su manera de mirar y de decir las cosas, las cosas más imprevistas y más reveladoras.

 

Todo ello, lo hacía presente de manera muy viva y pasajera el vado pacifista; los espejos de aquella fontana cantarina. Era como la imagen en fuga de ella, cuando el agua discurría gozosa y acariciada por el sol en sus arenas, por las mil piedrecillas poliformes que la adornaban, por las ramas colgantes y danzarinas de sus riberas altas y bajas.

 

Sus cristales desleidos. Espejo amoroso enmarcado por el césped y los juegos de pedrería; cristales tendidos con desidia sospechosa sobre el lecho serpentino y sensual. Se me antojaba, repito sin lugar a incertidumbres, un poco así como el cuerpo de Fabiolita sobre el césped o sobre el sofá, allá en su casona de la carretera, esa carretera con pertinaces polvaredas de nostalgia. Igual y como ella. Casi riendo, casi hablando, casi llorando. Como ella, casi cantando, muy quedo, como quien arrulla a un niño enfermo.

 

8 –

Y cuando por las mañanas veraniegas, contemplaba la corporeidad viva y fresca de mi riachuelo, hora tras hora los domingos, cuando me mandaban para misa y me quedaba allí; y escuchaba como lejano su rumorar en el breve recodo con cascada; su canturrear hecho de arpegios sucesivos; su modo de rezar dulcemente monótono pero coherente. Entonces, se me encaraba en la imaginación, aquella otra muchacha de ojos claros y de brazos y rostro adorablemente pecosos.

La mismísima muchacha que ya me desvelaba en los sueños, en los sueños eróticos y al natural. La ninfa que surgía de las aguas, impasible su retrato impresionista. Era ella como una novia de piel frutal, de blando y dulce mesocarpio de granadilla madura, preciso cuando presionábamos la granadilla a dos manos y sorbíamos y saboreábamos con delectación todo el contenido.

Cuando nos cruzábamos en el camino, ella me miraba y yo la miraba. Yo la miraba, creo que con honda y secreta ternura. Con infantil y atenta curiosidad. Y, nunca nos dijimos una palabra. Fue como un olvido imperdonable. Una omisión mía, terrible, como para lamentar el resto de la vida.

Unas pecas y su dueña que se fueron sin recibir, como debe ser, el ritual de lo naturalmente venerando. La entrega y la definición activa de lo que yo sentía por ella, sin contarselo a nadie. La admiración del paseante solitario, del soñador que, inexplicablemente, va siempre de largo. Ella, la imagen casi remota, que ahora evoco, entre rondas de niebla.

 

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